Hace unos días me regalaron cuatro fríjoles muy bonitos. Son rojos, planos y tienen manchas blancas en patrones que me hacen pensar en las alas de una mariposa. Me gustaría sembrarlos en algún momento, pero por ahora están puestos en mi biblioteca, al lado de una semilla de roble y de otra semilla que encontré hace tiempo y que parece el huevo de un pájaro minúsculo. Todas esas semillas están entre dos manos de madera que están puestas mirando hacia arriba, abiertas, como si me estuvieran mostrando un regalo.
Las puse así intencionalmente. Son como un pequeñísimo altar a la generosidad, la creatividad y la abundancia de la Tierra, un recordatorio de todo lo que cabe en una semilla.
A lo amplio de mi vida he tenido muchas semillas en mis manos: rúgula, guayaba, papaya, cedro, ceiba, mango, aguacate, caña fístula, ñangapirí, fríjol, guama, madroño, lenteja, garbanzo, aceituna, ciruela, uva, trigo, cannabis, mandarina, limón, jabuticaba, manzana, lino, mangostino, mamoncillo, pomarrosa. He tenido también muchas otras que no he sabido cómo se llaman ni en quiénes se convierten. Unas chiquiticas y redondas, otras alargadas, otras que parecen polvo, otras con pelos o con ganchos que les permiten usar a los animales como medio de transporte o con capas que las ayudan a volar. Muchos tamaños, muchas formas, muchos colores diferentes.
De todas esas semillas que he tenido solo he sembrado intencionalmente unas pocas. La más reciente: un aguacate que está creciendo en el patio. Antes de esa: una pomarrosa que sembré en una matera cuando todavía vivía en Medellín y que decidí dejar allá, en la casa de una amiga, porque creo que el clima de Manizales no le debe gustar tanto. Antes de esa: muchas semillas de trigo que germinaron y sirvieron como cama de pasto para que mis gatas pudieran comer hierba y acostarse en ella mientras todavía vivíamos en un séptimo piso, lejos del suelo.
Las semillas son promesas de muchas cosas. De comida. De sombra. De casa. De visitas de otros animales. De belleza. De la posibilidad de la existencia de seres miles de veces más grandes que ellas. Imagino que por eso se usan tanto para simbolizar otras cosas: las ideas, las pequeñas acciones, las intenciones, los comienzos.
Agradezco las semillas y lo que siento que me dicen. Me dicen: todo lo que nace, todo lo que llega ser grande, necesita existir antes en la imaginación de lo pequeño. Me dicen: en la imaginación de lo pequeño está siempre la posibilidad de lo infinito.
Pero las semillas no solo son promesas. También son recordatorios. Me dicen: todo lo que nace, todo lo que llega a ser grande, necesita existir en relación íntima con otras cosas. Me dicen: la imaginación es el resultado de la conversación atenta con otros lenguajes y otras voces. Me dicen: las promesas no se pueden cumplir en el vacío.
Una semilla puede pasar años o siglos (¿o milenios?) sin germinar, porque —como escribí hace tiempo en otro texto— las semillas son mágicas, pero no hacen la magia solas: necesitan suelos fértiles, preparados para recibirlas. Necesitan procesos de colaboración de múltiples seres. Necesitan cuidado y mantenimiento (que no solo viene de manos humanas) para sostenerse a largo plazo. Necesitan relaciones. Necesitan agua, aire, microbios, oscuridad y luz y calor del sol. Necesitan los nutrientes que solo son posibles a través de la descomposición de otras vidas. Necesitan, por eso, muertes. Necesitan sincronías: llegar al lugar adecuado en el momento óptimo para germinar. Necesitan la inteligencia de las plantas que las generan, que es a la vez la inteligencia de los hongos que las comunican y del suelo que las sostiene y de los animales con los que se relacionan, que es también la inteligencia del territorio del que forman parte esos suelos y esas plantas y esos animales y esos hongos.
Las semillas pueden prometer cosas solamente porque a su alrededor está todavía la promesa vibrante que es la biósfera.
Si las semillas simbolizan otras cosas (ideas, pequeñas acciones, intenciones, comienzos), entonces al hacerlo también recuerdan que nacer, crecer, sobrevivir, prosperar y florecer nunca han sido tareas individuales. Que las promesas se cumplen en el terreno intermedio entre un cuerpo y otro, en ese vacío que nunca ha estado realmente vacío, en el espacio que se llena con la densidad y la intensidad del tejido apretado y aparentemente invisible de nuestras relaciones, en la existencia que solo es posible a través de otras existencias, en la riquísima sopa que sale de la interdependencia y el intercambio. Y hoy les doy las gracias por eso ♡
(Este video me tiene hipnotizada desde hace días. Ya no sé cuántas veces lo he visto. Gracias, semillas de avena silvestre, por jugar a ser grillos. Gracias, Tierra, por inventarte a las semillas que caminan). ♡ ♡ ♡
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